lunes, 7 de abril de 2008


Llegué a mi casa derrotado, destrozado y con el corazón chiquitito. La sensación de haberme vendido por un buen precio y sufrir por la venta me pesaba en los bolsillos. Cómo pude calenté los fideos en el micro-ondas y comí a media luz en el comedor mientras los demás dormían en sus piezas. Eran las once y algo de la noche, y recién estaba comiendo algo después del almuerzo. Con la espalda rota y los ojos pesados me fui a acostar. Ni siquiera me lavé los dientes. Me saqué el traje a la rápida y lo dejé ordenadito en un gancho en el closet. Una vez tirado sobre el colchón me puse a repasar el día, lo que había pasado en la semana, en los días anteriores, en las semanas anteriores y las derrotas que se fueron acumulando y aplastando entre sí. Me di vueltas, miraba el techo, sentía los autos pasar por la calle a media noche. Sus luces cruzaban los vidrios, penetraban las cortinas y chocaban con mis ojos abiertos. No había caso, todo estaba en contra. Me sentía demasiado cansado como para dormir, pero me sentía aún más sucio, vacío, inconcluso. Tanto razonar me hizo ver la luz en plena oscuridad: ya no podía más estar en la ciudad, viviendo la vida de ciudad, comprando y vendiendo al precio de verdad. No, ya no. Tenía que huir, salir del cemento, olvidarlo todo, dejarlo todo y empezar de cero desde afuera. Estaba decidido, ya no más de esto. No pude dormir pensando en cómo sería si me desvinculara de todo; no levantarme, dejar el trabajo botado, no hablar con nadie al desayuno, no tener que raspar mi piel contra los vidrios de la micro o sentir la desazón del mundo en el metro; tirar el celular al río, no decirle nada a nadie, olvidar las insulsas charlas en las escaleras, las preguntas sin fondo de las mañanas y los almuerzos desabridos en el casino, rodeado de gente que no quiere estar ahí; nunca más revisar mi correo ni entrar a msn, dejar las cervezas entibiarse sobre las mesas y dejar plantado al dealer. Pensé y pensé, con los ojos rojos y abiertos. Imaginé sacar mis últimos pesos del ropero y del cajero, ponerme la ropa de sábado, armar la mochila y largarme. Romper los muebles, quemar los papeles, guardar las fotos en baúles perdidos, demoler lo que tengo y así destrozar todo vínculo con lo material e insípido. Salir sin despedirme (como todos los días) y mandarme hasta el sur en un tren o un bus a primera hora y respirar hasta que duela, ver los colores nítidos, el verde, el blanco, el rojo, el azul y mi propio color. Poder sentir hasta los huesos, encoger los hombros y mirar hasta que la imagen se pierda en el horizonte. Todo estaba claro por fin. Un pequeño descanso para retomar fuerza y comenzar mi evasión de una. Me desvelé planeando el escape de la locura, pero valía la pena. El sueño fue llegando de a poco. Tal vez serían las tres cuando logre cerrar los ojos y descansar y pasé a soñar con prados y jardines. En eso sonó el despertador, me duché, me vestí, tomé un café a la rápida y salí a toda prisa. Alguien me preguntó por el partido de anoche en la micro. Acabo de marcar tarjeta y saludar a mi supervisor.

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