domingo, 4 de mayo de 2008

99


Frenético y encantado corría sobre las colinas bañadas de dragones enfiestados de mortandad, todos aletargados y ebrios de sombra cortando todo paso de la lujuria; y sin embargo, sus pies no temían tocar las escamas cauterizadas por el tiempo.
Todo sol que osara atormentarlo fallaba en su intento, ya que sus ojos, de un blanco atemorizante, no dejaban que penetrase el flujo burlón de su quemadura. No podía detener su carrera. La bruma mañanera y el aroma a quisco, romeral y eucaliptos llegaban sin retraso a sus sentidos, era entonces cuando detenía su huella para sentir aquel perfume sentado sobre su espalda. Aclimatado al bosque lejano veía pasar las horas hasta que su impulso lo ponía de pie en busca de aquel cactus que un día soñó beber. Otra vez a recomenzar su ruta impecable y tenaz por sobre el roquerío y las llamas encrespadas sobre la piedra.
Fue así como el día de la humedad lunar acercó su brío a los hombros de aquel hambre insatisfecho del rocío. Todo enfado que existiese lo sentía en ése instante; toda ira adormecida despertaba y se expresaba en su mirada. Sus pasos fueron cada vez más hondos y fuertes. Cada segundo muerto incrementaba su enfado, la visión crepuscular del púrpura nuboso por el salmón suave no dejaban tentativa segura al incierto frío diario, menos intentaba aquietar ese ardor en su cráneo. Cualquier intento de de paz y mitigación era inútil, pues su pasión era irrefutable. Nada cortaba su paso, menos con el ánimo que traía consigo.
La búsqueda parecía infructuosa, pero no tenía descanso. Sol tras sol, planeta tras planeta, cueva tras cueva; en oscuridad húmeda o calor árido y espejionario, no tenía fin. Su hiel le exigía encontrar el néctar del cactus ansiado. El sudor y la saturación de su cansancio resecaban su piel y empolvaban su garganta con arena; su mirada fija y perturbadora no quería perderse en una piedra sin destino, y así lanzó un acongojado esfuerzo cercano al final, y aplastando la fatiga con la palma herida de su mano encontrando lo buscado, su deseo acuoso, su fetiche somnoliento, el cactus del letargo. Ya casi alienado y ensimismado hizo caso remiso a las espinas traicioneras y tomó el cáliz entre sus manos, lo acarició incansablemente, dócilmente, con la ternura que es exhortada por el deseo guarnecido en la piel y la carne. Toda incomodidad quedaba atrás a medida que las caricias y la admiración por el cactus aumentaban. Aquella copa parecía más cercana y suya, más que nunca, y en el momento preciso, en el instante exacto, cuando la vía cercana, el rodeo espacial de los astros, el ardor vehemente y el embelesamiento espiritual se confundieron en uno mismo y coincidieron en un segundo, bebió de su jugo, el agua apetecida, el bálsamo de piel. La humedad en su boca se paseaba por sus labios. Su baba satisfecha y su saliva enfervorizaba caían lentamente sobre los bordes del cuerpo espinado embetunando su piel. Llegado el momento exacto donde sus manos apretaban con fuerza extasiada todo el cuerpo del cactus y éste a su vez destelló placer de entrega. Fue entonces que la sed quedó apagada, extinta y mitigada. Su alma saciada de la leche exquisita de sabor a clímax. No obstante, esa misma calma y satisfacción hicieron nacer en su interior el deseo de recorrer nuevamente las llanuras vigiladas por los dragones en busca del jugo que sólo tal cactus podría entregarle, su objeto del deseo y paz, para saciar su sed, la sed eterna y real.

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